¿Por qué medicina?

Es una pregunta que suele aparecer seguido en mi mente cuando todo se pone difícil. ¿Por qué medicina?

La verdad es que no sé del todo por qué. Hay muchas razones que puedo dar del por qué me gusta tanto la biología humana, pero ni todas esas explicaciones podrían argumentar del todo, correctamente, por qué siento tanto amor y entusiasmo por esta carrera que recién comienza.

Hace un par de años tuve mi primera clase de biología de la secundaria. La recuerdo muy bien: primer año de la secundaria, yo sentada en el tercer o cuarto banco del salón con un hombre alto, mayor, sumamente respetuoso delante de todos nosotros, los alumnos.

Recuerdo que solía usar frecuentemente sweaters de colores sobrios, y que su voz transmitía más que una simple explicación; sus clases eran como un cuento que el narraba y que deseabas que no llegara a su fin, porque, diferente de todos los cuentos que conocemos, en este no importaba si había o no un final feliz, sino más bien, que no tuviera un final.

Recuerdo con nitidez en mi memoria a Luis Pasteur y la pasteurización, quizás sea por la forma en la que mi querido profesor pronunciaba su nombre – y el de casi todos los científicos importantes que iban apareciendo en el relato, con énfasis y entusiasmo en cada consonante – o porque era muy gracioso como el apellido de alguien derivó en el nombre de un proceso que significó un gran avance para la sanidad y que hoy todos conocemos como algo ordinario en nuestras vidas.

Nunca había tenido sentimientos especiales hacia ningún profesor antes, pero él era el primero que me inspiraba tanto respeto a su persona y la seriedad con la que se tomaba su labor de transmitir todo lo que sabía, tanto amor a sus clases, tanto entusiasmo por saber cómo seguían sus historias de tejidos, órganos y sistemas.

Él es el profesor Ramaccioni, querido por todos quienes tuvieron el placer de conocerlo, y sobre todo por mí.

Me gustaba tanto la idea de tener una explicación para cada fenónemo que experimentábamos en nuestro organismo. El hecho de poder hacer preguntas y relacionar sus respuestas con lo práctico era fascinante. Llegaba a casa y participaba de charlas de adultos en el almuerzo de casa dando mi «postura científica» según lo aprendido en clases, y me encantaba la idea de que mi aporte ayude a mi familia a entender, quizás, la raíz de un problema común que los aquejaba. Se sentía bien ayudar, pero esto recién comenzaba.

Tenía doce años, y muchos problemas con el acné. Un día fui con mi mamá a la dermatóloga para ver si me podía ayudar con eso. Claro, me encantó ver todo lo que hacía. ¿Cómo podía esa doctora recordar tantos nombres de antibióticos y saber, con unos pocos minutos de revisión, cuál era el mejor para mí? Salí de ahí diciéndole a mamá que quería ser dermatóloga. Y así me mantuve por varios años.

En mi escuela, en tercer año de la secundaria nos dan la opción de elegir una orientación, yo elegí ciencias naturales. Esto fue un gran beneficio para muchos, y una gran desventaja para otros. Las clases eran mucho más específicas, pero también más difíciles. Tristemente, en mi escuela una serie de problemas administrativos nos limitaron de varias clases de química y de biología durante primer y segundo año, así que la diferencia depresiva del nivel que teníamos respecto a las nuevas exigencias de tercer año eran notorias.

Ya en tercero, a mis catorce años, sabía que si quería ser médica me tendría que enfrentar a un gran monstruo, y que lo mejor era empezar a entrenar y mentalizarme desde ese entonces. Me costaba química y me costaba física, sin embargo, yo estaba encaprichada con estas materias. Las necesitaba y las quería saber, pero no sabía por dónde empezar. Por eso le pedí a mi mamá que buscáramos un profesor con el cual poder tomar clases para entender mejor lo que se venía y no terminar con mil cosas por aprender a último momento. Tuve la suerte de contar con el apoyo de mi familia siempre, así que así comencé con mis clases de física y química con el profesor Pavka.

Esto me ayudó muchísimo, no sólo con las en ese entonces lejanas clases universitarias, sino también con las clases de mi escuela secundaria.

El profesor Pavka era un genio, uno que me hizo temerle menos a la química y a la física, y que tuvo una paciencia bendita desde el primer día en que me conoció, cuando hablamos por primera vez por teléfono y le confesé que yo no sabía nada, pero nada de física y química. El me contestó con humor: No te preocupes, ¡vamos a hacer chapa y puntura!

Sus clases eran un placer, y su forma de explicar tan simple y eficaz. Todavía conservo los apuntes de aquel entonces. Me ayudan a desenredar olvidos tras una dificultosa nueva explicación. ¡Con una simple explicación del profe Pavka puedo siempre aclarar!

Así llegó el momento de terminar la escuela secundaria, y llegó quinto año. Me recibí de bachiller con orientación en ciencias naturales. Pero esto no fue suficiente para cuando llegué y encontré el mundo que significaría la universidad.

Me mudé a donde estoy ahora, y todo era eterno: las clases nivelatorias, las horas del día despierta y los ratos de siesta dormida, todo.

Mi primer examen de admisión a la carrera lo rendí mal, no pude. La melancolía de estar lejos de mi familia y mis cariños, el hecho de sentirme sola en un lugar que parecía aterrador, en donde nadie parecía querer que me quede, me jugó muy en contra.

Durante el tiempo de fracasos que experimenté, me sentí desilusionada, sentía una gran incertidumbre sobre si este camino que había elegido era el correcto, sobre si todo el esfuerzo que estaba haciendo mi familia, y yo, valía realmente la pena. Había leído y repetido tantas veces los conceptos, que en realidad ya me había cansado y nada se quedaba en mi mente, pero no entendía que estaba haciendo mal.

En agosto comencé un curso en un instituto privado donde conocí muchos buenos profesores, a quienes les guardo un gran cariño. Sus clases eran magníficas, y por fin todo parecía cerrar. Todo se relacionaba con todo y me gustaba cada vez más.

Aunque me agotaban tantas horas de estudio diarias a las que no sabía, aún, organizar, persistí. Y es que cuesta aprender a aprender, y eso ahora lo sé bien. Me costó encontrar mi manera de estudiar pero de a poco me siento más a gusto con lo que voy logrando.

Finalmente pude, quedé regular en mi examen de ingreso y el 4 de abril comienzo mis clases. Debo volver a rendir un examen en julio, más sencillo en sí, pero el hecho de saber que hoy estoy mucho mejor que ayer, que sé mucho más que ayer y que fui 1 de las 112 personas que quedaron regulares de las 3000 personas que rindieron, me llena de orgullo.

Estoy agradecida con la vida por tantas oportunidades, y con este amor que se está gestando dentro de mí, que considero mi identidad, mi vocación, mi tan buscado lugar en el mundo.

Por eso elegí medicina, porque mi curiosidad por nuestro universo interno no cesa, no tiene final feliz, porque simplemente no tiene final, y aunque ya no sepa si quiero ser dematóloga por no estar segura de si esa especialidad saciaría mi inmensa curiosidad, se que lo importante está: las ganas de entender. Porque ayudar es sólo una pequeña parte del saber que una vida puede mejorar, o cambiar para siempre si intervengo en ella. Porque la satisfacción de haber tomado la decisión correcta después de evaluar beneficios versus riesgos me apasiona, me apasiona poder tener una respuesta, o al menos un aporte que pueda ayudar a entender mejor el diseño de nuestro organismo, que es único, alucinante y perfecto. 

Quisiera poder con todo, quisiera saberlo todo, pero desde este entonces entiendo que eso nunca va a ser posible, sin embargo, me arriesgo a dar el primer paso, desde mi humilde lugar, para ser una herramienta de Dios y la ciencia: ser médica.

Deja un comentario